Earthlings – terricolas (los derechos de la Tierra, los derechos de la vida y los derechos de los humanos)

>> sábado, 11 de abril de 2009

Hace cerca de 100 años Vladimir Vernadsky llegó a la conclusión de que una de las constantes existentes en la naturaleza es la constante de la biomasa. Eso significa que la cantidad de moléculas o átomos que pueden estar incorporados en los organismos vivos en la Tierra siempre es la misma. La consecuencia de este postulado implica que si una especie, en este caso la humana, crece, acapara más biomasa lo que pone en peligro a otras especies que dejan de tener disponible el acceso a su “tajada” de biomasa necesaria para seguir existiendo. La validación teórica del postulado de Vernadsky la estamos viviendo de forma palpable. Constantemente nos estamos topando con las alarmantes cifras sobre la desaparición de especies que están poniendo en peligro la biodiversidad en la Tierra.

Llamé a este apartado “Earthlings – terrícolas” y al hacerlo pienso en una película del mismo nombre que nos presenta de forma bastante dramática como es que los seres humanos, al considerarnos los únicos y verdaderos terrícolas y propietarios de la Tierra estamos acabando, maltratando, poniendo en peligro a todas las demás especies que cohabitan con nosotros en este hermoso planeta.


Un ejemplo claro que me viene a la mente es la relación de mucha gente con los animales domésticos. Todos hemos visto lo que pasa con esos animales, los perros en nuestras latitudes, los gatos en otras, cuando no los tratamos de acuerdo a los cánones de responsabilidad que implica tenerlos a nuestro alrededor. Mucha gente, al ser amantes de los perros o gatos, sufre con el desamparo de estos, nuestros eternos amigos y compañeros. Conocemos intrínsecamente el valor de todos estos seres para nuestras vidas. Hemos visto como se transforma un niño problemático cuando se le encarga el cuidado de un perro. Todos hemos sufrido cuando justo frente a nosotros atropellan a uno de ellos.

Pero si la ética o responsabilidad moral para con los animales domésticos es a todas luces insuficiente, cuanto más sucede con aquellos seres que no tenemos en nuestro entorno inmediato. Comenzando por los animales que se crían semi-industrialmente y se sacrifican en condiciones infrahumanas para nuestro sustento, pasando por los zoológicos –aunque sea loable la labor de estas instituciones para conservar y acercarnos a algunas especies animales-, las matanzas de focas hasta llegar a los miedos detonados por cientos de ignorancias y mitos alrededor de otras especies como lobos, serpientes y felinos salvajes.

Si los seres humanos fuéramos consecuentes con nuestro comportamiento lo único que habría en la tierra son los animales y plantas que comemos o aquellas con las que podemos hacer un poco de dinero para cambiarlo por aquellas cosas inertes que colectivamente hablando nos parecen más importantes e interesantes que la vida que nos rodea.

Quién no conoce a alguien que se esmera todos los domingos en lavar su coche mientras su perro le ladra encadenado esperando un poco de atención que nunca recibirá en el mismo grado que su competidor de cuatro llantas, o un paseo al parque que está a una distancia tan ridículamente corta para que el dueño del poderoso automotor la considere como un esfuerzo de desplazamiento digno de su persona.


Los seres humanos no somos los únicos terrícolas. El ser terrícola se presenta en millones de variantes alrededor de nosotros y nos seguimos riendo de la variedad que nos presenta George Lucas en la memorable escena del bar de su “Guerra de las Galaxias”, una risa provocada por descartar inconscientemente la posibilidad de que los extraterrestres puedan ser algo diferente en genio y figura de lo que nosotros somos hasta la sepultura…

Quizá la blasfemia existencial de nuestra creación a “imagen y semejanza de Dios”, que persiste incluso en aquellos partidarios de nuestra creación extraterrestre, sea el origen del dilema. En este caso se nos debería obligar a todos hacernos adeptos del darwinismo evolutivo a ultranza, un concepto científico del mundo que obliga al respeto de cada uno de los resultados evolutivos, que obliga a un culto responsable a la vida a través del asombro potencial creativo de las mutaciones naturales.

Quizá el origen de nuestra mala relación con el resto de la vida se encuentra en la blasfemia religiosa de ver a la Tierra como estación de paso que no nos permite acceder a todos nuestros potenciales. Una estación de paso inevitable hacia vidas celestes, paradisiacas o estelares que solo hemos logrado soportar rodeándonos con las comodidades de la artificialidad urbana, las falsas seguridades que se pagan con dinero y los sueños de la grandeza civilizatoria.

Quizá el origen es un problema de diseño, una equivocación de la naturaleza que ha hecho que nuestro cerebro sea incapaz de relacionarse con el todo, que tenga que vivir un mundo separado en el interior y otro en el exterior, que tenga que ver ladrillos en vez de casas, un árbol en vez del bosque.

Independientemente de las causas, lo cierto es que en estos momentos tenemos que empezar a ver las cosas de una forma diferente. Es evidente que tenemos que relacionarnos de una forma diferente con los demás terrícolas y hasta con la Tierra misma.

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